En el mundo medieval, el poder dependía de la proximidad. Los reyes otorgaban tierras a cambio de lealtad. Los señores exigían tributo. Los campesinos, sin voz directa en su gobierno, vivían y morían bajo un régimen que no podían desafiar.

La arquitectura del feudalismo era rígida pero familiar: jerarquías impuestas mediante la violencia, lealtad comprada con favores, y la verdad subordinada a las ambiciones de la élite gobernante.

Mil años después, esa arquitectura luce diferente, pero los principios permanecen. En Estados Unidos, bajo Donald Trump —tanto durante su primera presidencia como ahora—, la reaparición de dinámicas feudales no es un asunto académico.

Es visceral. Lo que estamos presenciando no es solo el deterioro de las normas democráticas, sino la consolidación de una cult

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