En 1900, las escuelas enseñaban a escribir en pizarrones. Hoy, algunos niños aprenden código antes que cursiva. Y aun así, la estructura de la educación no ha cambiado tanto: pupitres alineados, campanas que marcan tiempos artificiales, exámenes que premian la memoria fugaz. Se enseña a resolver ecuaciones, pero no a gestionar una decepción. Se mide el IQ, pero se ignora la resiliencia. Hemos diseñado sistemas que castigan el error, cuando debería ser semilla de innovación.
La neurociencia nos recuerda que no existe el ‘alumno promedio’. Una investigación del Instituto Tecnológico de Massachussets (MIT) reveló que, incluso en clases de matemáticas, los cerebros de los niños se activan de formas radicalmente distintas al resolver un mismo problema. Sin embargo, seguimos uniformando lo que