Cuando se repasan las páginas del Índice de Libros Prohibidos, llama la atención la ausencia de farmacéuticos. Médicos, teólogos, naturalistas: todos ellos pasaron con frecuencia por las listas de la censura eclesiástica. Pero los boticarios, dedicados a describir drogas y recetarios, apenas aparecen. Sus manuales eran demasiado técnicos para levantar sospechas. La excepción más llamativa no es real, sino literaria: un boticario convertido en personaje de sátira política.

En 1812, en pleno Cádiz constitucional, circuló un libelo titulado Conversación entre el cura y el boticario de la villa de Porriño sobre el Tribunal de la Inquisición. No era un tratado de botánica ni de preparados, sino un diálogo cargado de ironía donde el boticario hacía de contrapunto al sacerdote para cuestionar la

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