Habían pasado apenas unos meses desde que Argentina levantó la Copa del Mundo en 1978 y la euforia todavía recorría las calles de Buenos Aires y el país. Marcelo Sández tenía entonces 22 años, trabajaba como mecánico y se había comprado un buggie con el que, aquel 25 de junio, salió a festejar el triunfo de la Selección por Boedo, el barrio en el que se crio. Con esa alegría todavía en el cuerpo, en octubre decidió viajar junto a dos amigos a Mar del Plata.
El plan era pasar unos días en “La Feliz” para “seguir disfrutando la felicidad”. Los tres veinteañeros —que todavía vibraban con la gloria de Kempes, Passarella y Fillol— se habían prometido no dejar que la rutina apagara tan rápido el brillo del Mundial. El viaje, sin embargo, marcó un quiebre irreversible en sus vidas.
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