Antes de que amaneciera, Mauro Echeverri ya estaba en pie. Afuera del Museo de Arte Moderno de Medellín, con un buñuelo en una mano y un café en la otra, esperaba a quienes lo acompañarían en lo que él mismo llamó “una locura”.
La luna todavía se veía, como si no quisiera perderse ese arranque simbólico: 12 horas corriendo sin parar en Ciudad del Río, un gesto que cargaba mucho más que kilómetros.
A las seis en punto, con el cielo apenas clareando, Mauro dio el primer paso. No estaba solo: Carolina y Óscar lo acompañaban, dos rostros quizá desconocidos, pero unidos por una misma convicción.
En su bolso, como siempre, iba el pequeño osito que simboliza la memoria de su hijo Tomás, su motor y refugio en cada carrera. Con sonrisa amplia y energía contagiosa, Mauro comenzó a darle vueltas