Les bastó cruzar miradas para gustarse.
Él, tímido entrenado, y ella, pudorosa de cuna, obviaron las palabras. Pronto supieron que eran el uno para el otro.
Caminaban de la mano, miraban el mismo cielo y hasta elegían idénticos sabores. No necesitaban nombrar lo que sentían: estaban juntos.
Mudos, descubrieron el embarazo. Desbordaron alegría, pero sin palabras. Tampoco las dijeron los abuelos, gente reservada que los llenó de abrazos y de buenos deseos, todo en prudente silencio.
Cuando el ecografista dijo que era niña, agradecieron. Primero, porque estaba “todo bien”; después, porque, fieles a su escueta manera de asumir la vida, la lista de nombres se había reducido a la mitad.
El primero en visitarlos en el hospital preguntó si se habían decidido.
Sorprendidos, acordaron Mia. Nom