Cuando escuchamos hoy la palabra “genocidio”, con frecuencia aparece como un calificativo político, una etiqueta utilizada de manera casi automática para describir conflictos armados, violencias estructurales o tragedias humanas. El término se desliza con tal ligereza en los discursos y en las redes sociales que corre el riesgo de vaciarse de contenido . Esa banalización opera en dos direcciones igualmente peligrosas: tanto cuando se afirma sin rigor la comisión de un genocidio, como cuando se niega con idéntica ligereza su existencia. En ambos supuestos se erosiona el núcleo mismo de la prohibición y se debilita la seriedad con la que deben tratarse los crímenes más graves contra la humanidad. El genocidio no es una palabra cualquiera: es el crimen internacional por excelencia, el llama

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