Nací en un hogar de “chamos”, porque mis padres lo eran. Se casaron a los veintiún años y, para los veintidós, cuando apenas les faltaba un mes para cumplir un año de casados, nací yo. A los once meses me llegó una hermanita, pero murió a los tres meses. No sé si fue el miedo a repetir esa experiencia dolorosa o evitar los regaños de mi abuela, pero el caso es que Miguel Ángel llegó cinco años después, cuando yo casi cumplía los seis. Fue el regalo más bonito que me trajo el Niño Jesús, porque se lo había pedido con toda mi alma.

Y cuando nadie lo esperaba, ocho años más tarde, llegó Juan Pablo, mi bebé. Yo tenía catorce años, y con él, creímos que se cerraba la fábrica. O al menos, eso pensábamos.

Pero mi madre, ya cerca de los cuarenta, tuvo una “falta”, le atribuyó todo a la menopausi

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