Hay días en que me convenzo de que el verdadero idioma del deporte no es el inglés, el italiano, ni el español, sino la grosería . Está en todos los estadios, en la sala de mi casa y, peor aún, en la boca balbuceante de mi hija de año y medio. Hace unos días, escuchó una de las mías y la repitió como si fuera un eco diminuto. Fue mi espejo más cruel. No hubo ternura, no hubo video para redes. Sólo vergüenza.

En los noventa, cuando yo era niño, maldecir, según mis papás, era un ritual reservado para los albañiles y para los adultos con cerveza en mano. Había reglas como no decir palabrotas delante de una mujer o en la mesa. Hoy esas fronteras se borraron. Suelto mis mejores insultos en la oficina, en la calle y hasta en el teclado cuando escribo picks.

Y cómo no lo voy a hacer. Dos sema

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