Ayer, Tlaxcala celebró 500 años de su fundación. Me enteré por una nota breve, casi un apunte perdido en el torrente de noticias. Hasta acá, a esta geografía lejana, no llegaron los reflejos de la pirotecnia ni el eco de sus cantos. Y sospecho que tampoco llegaron a muchos otros rincones del país. La distancia, sin embargo, no explica este silencio; es algo más profundo, más incómodo: una forma de la desmemoria, la negación selectiva de una parte de nuestro pasado que no encaja en el guion simple que nos hemos contado sobre nosotros mismos.

Vivimos instalados en una esquizofrenia de la identidad. En el discurso público, en la retórica oficial, nos sentimos los herederos únicos y puros del mundo indígena. Reclamamos con orgullo la grandeza de Tenochtitlan y nos envolvemos en un indigenismo

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