Hace muchos años, un día que volvía de la universidad atravesando un parque, me atracaron dos yonquis . Aparecieron entre las sombras, sudorosos y pálidos como fantasmas, como espectros de sí mismos, es decir, de lo que eran antes de que la heroína envenenara sus venas. Uno de ellos sujetaba con pulso tembloroso una faca. Al otro, el que daba las órdenes, le tiritaba la voz, pero intentaba aparentar ferocidad: “¡Suelta todo lo que tengas!”, me espetó.

Un escalofrío me atravesó el cuerpo. Yo no llevaba un duro encima. No tenía ni para tabaco, y eso que entonces en los quioscos vendían cigarrillos sueltos. “No tengo nada”, conseguí balbucear. “¡Si lleva algo le pinchas!” , ordenó entonces el de la voz tiritona, y entre los dos comenzaron a registrarme, con una desesperación que me re

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