Imagine, por un momento, una mañana brumosa en el mar del Norte, en algún momento antes de los cañones de agosto de 1914. Un acorazado británico, el pináculo de la ingeniería naval, avanza hacia el horizonte. Pero desde millas de distancia, su posición es delatada, no por radar ni espías, sino por una simple columna de humo negro que sale de sus motores a carbón. Ese humo era más que un escape; era una vulnerabilidad, un faro que gritaba “¡Aquí estoy!” a cualquier submarino o acorazado enemigo. Winston Churchill, entonces primer lord del almirantazgo, vio esto no como una peculiaridad de ingeniería, sino como una catástrofe estratégica. En 1911, impulsó un cambio radical: convertir la Marina Real del carbón al petróleo.
El petróleo quemaba de manera más limpia, más caliente y sin esa seña