La historia ha sido una caja de resonancia con un solo mandato para la realización femenina: ser madre. Crecimos, y con nosotras nuestras madres y abuelas, bajo la sombra de un dogma social inamovible. Se nos enseñó que la cúspide de la existencia de una mujer era dar vida, prestar abrigo, criar. Quien cumplía con este «mandato biológico» era aceptada, bien vista, un engranaje perfecto dentro del sistema. ¿Y qué pasaba con la que no quería? ¿Con la que soñaba con otras cumbres? A ellas, el juicio social les negaba la dignidad de ser exitosas, de realizar sus sueños fuera del corral de la cuna.
Este panorama, que parece anclado hace dos o tres décadas, hoy se resquebraja, afortunadamente. La mujer contemporánea ha abrazado un pensamiento social, familiar y cultural que trasciende la simple