El verano pasado releí Bearn , la gran novela de Llorenç Villalonga, y me sorprendió el fragmento de la segunda parte en el que Joan Mayol, párroco de Bearn, recuerda una conversación con don Toni sobre literatura italiana que desemboca en una diatriba contra los signos de admiración. Traduzco: “¿Acaso los latinos –me hacía notar– usaban admiraciones en literatura? Las desconocían... Está bien gritar a Pastora –una mula de Bearn– porque de otra forma no se entera. Naturalmente, el público romántico es también duro de oído. Voltaire ya le decía a Rousseau: ‘Leyendo vuestras obras te entran ganas de andar a cuatro patas’”.
Me sentí interpelado, porque, aunque no me considero nada romántico, me gusta utilizar signos de admiración. Hay que decir que no tienen el mismo sentido hoy que en 196