En Cisjordania ya se sabía que la liberación de 250 palestinos de las cárceles israelíes venía con una condición: la celebración había de ser clandestina, íntima y, en la mayoría de los casos, sin la presencia de los propios liberados. Desde un primer piso de la parte baja de Ramala, una anciana pasa los días sola, oteando la calle y escondida tras las cortinas. Debería haberse reencontrado con su hijo, que el lunes salió de la prisión de Ofer después de 21 años por haber sido miembro de las Brigadas de los Mártires de Al Aqsa. Sin embargo, Israel se lo ha puesto muy difícil: es uno de los 154 presos deportados a Egipto y condenados a pasar el resto de sus vidas en el exilio.

El domingo, cuando la señora —cuya identidad y la del hijo debemos omitir— intentó cruzar la frontera con Jordania

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