Entre cañones, desfiladeros y acantilados, hay municipios que viven literalmente al borde del abismo. Cuenca, Castellfollit de la Roca o Ronda son solo algunos de esos lugares donde las casas se convierten en miradores asomándose al vacío
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Muchos pueblos se han erigido buscando la altura. No por capricho, sino por pura necesidad: la roca ofrece protección y una vista clara del horizonte. Las murallas se apoyaban en los cortados, las calles se adaptaban al terreno y las casas trepaban por la montaña como podían. Con el tiempo, esos lugares se convirtieron en parte del paisaje, donde la arquitectura y la geografía se mezclan sin saber muy bien dónde empieza una y termina la otra.
Hoy, esas viejas ubicaciones estratégicas se han convertido en destinos de postal. Los asentamientos se mantuvieron donde estaban y hoy sorprenden por su forma de adaptarse a la roca. Caminar por ellos es moverse entre cuestas, callejones y balcones que se asoman a los valles. Lugares pintorescos que siguen teniendo algo de refugio y mucho de mirador.
En España hay varios ejemplos de esa arquitectura que desafía al vacío. Desde las Casas Colgadas de Cuenca hasta las laderas rojizas de Albarracín, pasando por Ronda, Castellfollit de la Roca, Frías, Zahara de la Sierra o Arcos de la Frontera. Pueblos y ciudades que viven entre el cielo y la tierra.
Cuenca: las casas que flotan sobre la hoz
Entre los ríos Júcar y Huécar, Cuenca se asienta sobre un espolón rocoso que la convierte en una de las ciudades más singulares del país. Sus famosas Casas Colgadas, del siglo XV, parecen flotar sobre el abismo. Los balcones de madera sobresalen justo encima de la hoz del Huécar y, desde el puente de San Pablo, la imagen impresiona tanto como la primera vez que se ve en una foto.
Más allá de las casas, merece la pena perderse por la ciudad vieja: la Catedral de Santa María y San Julián, la Plaza Mayor, el Parador, los museos de Arte Abstracto y Paleontología o los miradores que asoman a las hoces. Cuenca es Patrimonio de la Humanidad y, a la vez, una ciudad cómoda, tranquila y con una de las puestas de sol más bonitas del interior de España.
Ronda: el vértigo del Tajo
Pocas imágenes hay tan reconocibles como la de Ronda y su Puente Nuevo sobre el Tajo por el que pasa el río Guadalevín. La ciudad se divide en dos, separada por un desfiladero de más de cien metros de profundidad que corta el terreno en vertical. Las casas blancas se asoman al precipicio y las vistas desde los miradores son de esas que se quedan grabadas.
El paseo por el casco antiguo lleva hasta la Plaza Duquesa de Parcent, con su iglesia de Santa María la Mayor y el antiguo ayuntamiento. También merece la pena bajar hasta los baños árabes, recorrer los miradores de Aldehuela y de la Peña de Berlanga (más conocido como “el Balcón del Coño”) o asomarse desde los jardines de Cuenca. Todo en Ronda parece hecho para mirar al horizonte.
Castellfollit de la Roca: al filo del basalto
En plena Garrotxa, Castellfollit de la Roca se asienta sobre una lengua de roca volcánica de más de un kilómetro de largo y cincuenta metros de altura. Desde abajo, el pueblo parece una maqueta suspendida en el aire, con una fila de casas de piedra que se asoman al borde del precipicio y con el río Fluvià corriendo a sus pies.
Es uno de los municipios más pequeños de Catalunya, pero también uno de los más fotogénicos. El mirador junto a la iglesia de Sant Salvador ofrece una de las vistas más conocidas del pueblo, aunque también conviene verlo desde el valle, donde se aprecia la magnitud del acantilado. El paseo por sus calles empedradas es breve, pero suficiente para entender por qué este rincón se ha convertido en una parada imprescindible en la comarca volcánica de la Garrotxa.
Frías: la ciudad más pequeña de España
En el norte de Burgos, Frías se encarama sobre una peña caliza dominada por el castillo de los Velasco. Las casas se agrupan en la ladera y muchas parecen colgar literalmente de la roca, formando una silueta inconfundible. Desde la carretera que sube al pueblo se aprecia especialmente bien el perfil medieval del conjunto.
Frías presume de ser la ciudad más pequeña de España, pero su patrimonio es enorme: el castillo, la iglesia de San Vicente, el puente medieval con torre defensiva sobre el Ebro y el entramado de calles que suben y bajan entre muros de piedra. En lo alto, los miradores naturales regalan una panorámica del valle que siempre es recomendable disfrutar.
Zahara de la Sierra: casas blancas en las alturas
En pleno Parque Natural de la Sierra de Grazalema, Zahara de la Sierra se alza sobre una peña que domina el embalse de Zahara-el Gastor y los montes que lo rodean. Las casas blancas trepan por la roca hasta las ruinas del castillo nazarí, desde donde las vistas son de vértigo. Desde abajo, el pueblo destaca en blanco entre las rocas y la vegetación de la montaña.
Sus calles empedradas conducen hasta la iglesia de Santa María de la Mesa y la Torre del Homenaje, en la parte más alta. Los miradores al embalse y las pequeñas plazas del casco antiguo invitan a parar un poco y disfrutar del silencio. Zahara forma parte de la ruta de los pueblos blancos, pero su ubicación en las alturas la hace única incluso entre ellos.
Arcos de la Frontera: un balcón a la Sierra de Cádiz
Construido sobre una cresta rocosa con paredes que caen en vertical sobre el río Guadalete, Arcos de la Frontera es otro ejemplo de belleza de altura. Las casas blancas parecen suspendidas sobre el vacío y el perfil del pueblo, visto desde el valle, deja claro por qué fue plaza defensiva durante siglos.
El casco antiguo es un laberinto de calles empinadas que llevan a la Basílica Menor de Santa María, el Castillo Ducal y los miradores de Abades y Peña Nueva, donde el horizonte se abre hacia los campos andaluces. Desde el valle, la imagen del pueblo sobre la roca resume perfectamente lo que hace especial a Arcos.
Albarracín: un laberinto de piedra en la roca
En Teruel, Albarracín se adapta al terreno como si hubiera nacido de la montaña. En este caso no hay grandes acantilados, pero el color rojizo de sus fachadas se confunde con el de la roca, y las casas se apilan en distintas alturas siguiendo el curso del río Guadalaviar. Desde abajo se aprecia la armonía del conjunto y la forma en que el pueblo se integra en el paisaje.
Sus murallas trepan por la montaña y el castillo corona la parte más alta. La Catedral del Salvador, la plaza Mayor, el paseo fluvial o las vistas desde las murallas resumen bien el encanto del conjunto. Albarracín es uno de esos pueblos donde todo parece seguir en su sitio, a pesar de sus ajetreados siglos de historia.