Fue después del entierro. Estábamos en la plaza del pueblo, con el frío metido hasta los huesos y el silencio ese que solo se rompe con café y consuelo. Y entonces, mi vecino —ese que siempre ha sido de pocas palabras, el de los huertos, el que arregla lo que sea sin quejarse— se echó a llorar. Así, sin más. Lloró por su madre. Y por algo más que no dijo. Y nadie le dijo que se callara. Nadie le dio una palmada seca para que se recompusiera. Solo le dejamos llorar. Y ahí lo vi. Ahí vi algo de eso que llamamos nuevas masculinidades. No es tanto una moda, ni una etiqueta. Es más bien el permiso —o el coraje— de ser hombre sin disfraz. De no tener que hacerse el fuerte todo el rato. De no esconder la ternura. De no confundir dureza con valentía. Lo he visto en hombres que crían con las manos

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