Nunca supo Manuela de latinajos ni del origen de las palabras, ni falta que le hacía. Le daba igual que viniesen del griego o del romano, pero las usaba mejor que nadie y, sobre todo, cuando hablaba sabía lo que decía. Hablaba de calendas, idus y nonas y se regía por ese calendario agrícola colgado en el aire, indicando las tareas del año, anunciando vientos, siembras y cosechas, en perfecta sincronía entre tierra y hombre, con los santos como mediadores, siempre dando órdenes. Por eso, llegado San Miguel, cuando el sol empieza a ponerse cabizbajo, arrastra los pies, pierde fuerza y se retira más temprano, todos veían en el otoño una época triste y decadente. Todos menos ella, que opinaba lo contrario. Era por estas fechas, cuando la luz se pone tímida, cuando Manuela se sacudía la galbana

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