Por momentos, el silencio se rompía cuando el viento chocaba contra la tela de la carpa y la nieve caía y se colaba por los costados. Afuera, Alaska ofrecía el paisaje que había seducido a aventureros y desterrados durante generaciones: un desierto blanco y violento. En el invierno de 1981, Carl McCunn se refugió bajo esas estrellas lejanas para fotografiar la vida salvaje y acabó escribiendo un testamento en la soledad.
La obsesión de un fotógrafo errante
En la década de 1970, en los suburbios de Alaska, los bares y cafeterías se poblaban de hombres de mirada honda y silencios persistentes. Carl McCunn era uno de ellos. Nació en Alemania en 1946, hijo de un ingeniero texano y una madre alemana, su infancia de mudanzas lo empujó al norte, donde intentó encontrar un propósito entr