En la historia del poder, el mayordomo ha sido siempre una criatura fascinante: no reina, pero manda; no tiene corona, pero administra los secretos de la corte. Es el guardián de la llave y del rumor, el que conoce el apetito de los príncipes y la hora exacta en que deben servirse los platos. No aparece en los retratos oficiales porque su poder no necesita testigos. Es la encarnación del control silencioso, del mando que no se vota ni se discute. En el Palacio actual —ese edificio donde los símbolos pesan más que las decisiones—, el mayordomo sigue vivo. Ya no lleva charola ni uniforme: viste de discreción, maneja la agenda, arbitra las lealtades y limpia las huellas del día anterior. No aspira al poder porque ya lo tiene, y no se desgasta pensando en el futuro porque gobierna el presente.
El Mayordomo del Palacio

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