Son las diez y cuarenta de la mañana. Roger Ruiz Torres, de 53 años, habla frente a un micrófono por enésima vez en siete días. Está parado frente a la Dirincri , el mismo edificio donde trabajan los policías encargados de investigar delitos. Uno de ellos lo dejó sin su primogénito.

“Yo le llamo la llamada maldita”, dice.

Hace una semana exacta, esa llamada lo arrancó de la vida que conocía: el trabajo en su taxi, los almuerzos con sus muchachos, las visitas de su nieto. Desde entonces ya no es un padre común. Es el hombre que da entrevistas. “Nunca había hablado frente a cámaras. Es terrible hacerse conocido por la muerte de un hijo”, repite. Hoy lleva más de veinte.

Antes del 15 de octubre, Roger era un futbolista aficionado, exmilitar, hombre de barrio y abuelo orgulloso. Había cri

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