Tokio es una paradoja fascinante: ultramoderna y ancestral, minimalista y desbordante, caótica y ordenada a la vez. La capital sabe mutar sin perder su esencia. A veces parece una gran instalación futurista; otras, un santuario de lo intangible. En cada esquina conviven dos tiempos: el pasado y un futuro que se anticipa.
Sus rascacielos iluminados con neones reflejan sobre los templos centenarios un diálogo que define su identidad: el vértigo. Y, sin embargo, cuando el otoño llega —como ahora—, algo cambia: el vértigo se vuelve contemplación. Las hojas de los arces, los «momiji», tiñen los parques de tonos escarlata, dorado y ámbar, y la urbe, con el fenómeno del «kōyō» —esa palabra japonesa que indica el cambio de color de las hojas en otoño—, parece suspenderse en una calma serena, ca

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