La piedra todavía retenía el calor del día y el aire olía a mosto. Mientras el grupo de Bombos y Tambores de Raimat afinaba los instrumentos en las bodegas de Raimat, treinta productores de Les Garrigues descorchaban botellas de aceite y disponían quesos, embutidos y manjares varios sobre tablas de madera. El olor a tomillo y romero se mezclaba con el viento de poniente.
Entre las copas y el polvo, el tiempo parecía fermentar. Había llegado dos días antes con la idea de cubrir un festival, pero las historias —como los ríos— se bifurcan inevitablemente. Me hospedé en el Hotel Real Lleida , frente a la avenida Blondel, un punto de partida práctico entre el bullicio urbano y el horizonte de viñedos. Por las noches, una cena en el Celler del Roser —referente de la cocina leridana y miem

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