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Incluso los más corruptos tienen siempre una coartada moral. El cerebro humano funciona así: necesita mantener la coherencia, encontrar un equilibrio entre las palabras y los hechos, entre nuestros actos y los principios que decimos defender.
Nadie se reconoce a sí mismo como una mala persona, un egoísta o un ladrón. Tampoco quienes realmente lo son.
La memoria es cómplice. Con el tiempo, la realidad se deshilacha y los recuerdos acaban siendo lo que nosotros mismos nos hemos contado. No lo que realmente pasó.
Es un mecanismo de defensa. Un fusible del cerebro que los psicólogos explican con otros términos: “disonancia cognitiva” o “autojustificación moral”. Para ellos, las memorias de Juan Carlos de Borbón son un auténtico filón. Aún solo conocemos algunos extractos y una entrevista publicada esta semana en el diario francés Le Figaro. Pero cuesta encontrar un ejemplo mejor de disonancia cognitiva: un abismo mayor entre lo que escribirán los historiadores y lo que el rey emérito dice que ocurrió.
Juan Carlos de Borbón: “No es común que un jefe de Estado (...) decida expatriarse. No me obligaba a ello ninguna guerra, ni tampoco ninguna persecución judicial. Ante la presión de los medios de comunicación y del Gobierno, tras la revelación de la existencia de una cuenta bancaria que yo poseía en Suiza y de acusaciones totalmente infundadas de comisiones, decidí marcharme para no entorpecer el buen funcionamiento de la Corona”.
Falso. Las acusaciones sobre el cobro de comisiones estaban más que fundadas. Y si no fueron investigadas penalmente fue por la inviolabilidad del rey.
La palabra clave es Zagatka: una opaca fundación que manejaba decenas de millones de dólares escondidos en paraísos fiscales. Su administrador era un primo y amigo del monarca, Álvaro de Orleans Borbón. De esa fundación salieron al menos ocho millones de euros para pagar gastos personales del rey: los vuelos privados que realizaba al margen de su agenda oficial –cuando no utilizaba el Falcón–.
Si ese dinero no era suyo, ¿por qué disponía libremente de él? ¿De dónde procedía?
Su responsabilidad en esos cobros era tan evidente que, en 2021, el rey emérito pagó a Hacienda más de cuatro millones de euros en otra regularización fiscal –lleva ya tres– para presentar esos pagos como un “donativo” de su primo y evitar que lo acusaran de un delito fiscal.
Juan Carlos de Borbón: “Al final, mi vida ha estado dictada por las exigencias de España y del trono. Di libertad a los españoles instaurando la democracia, pero nunca pude disfrutar de esa libertad para mí mismo. Ahora que mi hijo [el rey Felipe VI] me ha dado la espalda por deber, que mis supuestos amigos han desaparecido, me doy cuenta de que nunca he sido libre”.
Tras toda una vida de absoluto privilegio, el rey emérito se disfraza de víctima, de alguien que nunca fue libre. Como un hombre que se sacrificó en aras de una responsabilidad que sin duda tuvo, pero que es dudoso que realmente llegara a asumir.
Nunca se sometió a las exigencias del trono. Más bien al contrario. Como saben bien hoy los españoles, se aprovechó de ese honor para llevar una vida irresponsable, de puro lujo, al margen de cualquier límite ético o incluso legal.
¿Qué clase de sacrificio fue aquel safari para cazar elefantes en Botsuana durante la peor crisis económica de las últimas décadas? ¿Qué sentido del deber justifica pagar con dinero público la construcción de una villa para su amante, en pleno monte de El Pardo, a pocos kilómetros de donde vivía su esposa? ¿En qué capítulo de “las exigencias del trono” figura usar el servicio secreto para tapar las miserias de su vida privada? ¿O comprar con dinero público el silencio de una de sus muchas amantes, Bárbara Rey?
Si aquello le parecía poca libertad, que se imagine la vida de cualquier ciudadano común, que –descontadas las horas de sueño– dedica alrededor de un tercio de su vida adulta a trabajar.
Su libertad era tan amplia que se extendía por encima de la ley, amparada por su impunidad penal. No solo tuvo libertad para defraudar, sino también el privilegio de no asumir ningún reproche judicial. Fue tan grande esa libertad que incluso se libró de ser investigado por varias demandas de paternidad.
También es falso que él “diera” la libertad a los españoles. Como explicamos en el último número de nuestra revista, esa libertad se ganó en la calle: no fue un regalo del rey. Y el verbo correcto no es dar, sino recuperar. Porque antes –el Borbón siempre lo olvida– hubo un golpe de Estado de unos militares que robaron esa libertad a los españoles durante 41 años, de 1936 a 1977.
Juan Carlos de Borbón: “[Tuve] la debilidad de confiar en hombres de negocios que me fueron presentados y de ceder a lo que hoy percibo como presiones. (...) [Me he dejado aconsejar por] ciertos empresarios poco escrupulosos que actuaban en mi nombre, pero sobre todo por su propio beneficio”.
No fue exactamente así. Fue una relación simbiótica, entre empresarios que se beneficiaban del favor real y que, al tiempo, le regaron de favores. ¿O es que el rey cree que esos ricos que le pagaron yates de lujo, coches deportivos, relojes carísimos o espectaculares monterías lo hacían por patriotismo? ¿Por generosidad?
Mario Conde. Javier de la Rosa. Manuel Prado y Colón de Carvajal. Todos ellos, corruptos con condenas a prisión. Todos ellos, grandes amigos del rey.
Juan Carlos de Borbón (sobre el 23F). “No hubo un golpe, sino tres golpes. El golpe de Tejero, el de Armada y el de los políticos cercanos al franquismo. Alfonso Armada estuvo 17 años a mi lado. Le quería mucho y me traicionó. Convenció a los generales de que hablaba en mi nombre” (...) “Montaron un estudio de urgencia en mi despacho. Me puse la chaqueta de general, pero no los pantalones, para ir más rápido”.
Desde que Tejero entró a tiros en el Congreso, a las 18:23 de la tarde, hasta que Juan Carlos I grabó su discurso televisado para condenar el golpe de Estado, pasada la medianoche, transcurrieron casi seis horas. Hubo tiempo de sobra para ponerse unos pantalones.
Aquel discurso del rey solo se emitió en TVE a la 1:14 de la madrugada, cuando el golpe ya había fracasado: después de que Tejero rechazara la propuesta que le había transmitido Alfonso Armada, el hombre de la máxima confianza del rey.
Juan Carlos de Borbón (sobre el dictador Francisco Franco): “Le respetaba enormemente, apreciaba su inteligencia y su sentido político. (…) Nunca dejé que nadie lo criticara delante de mí” (...) “Nadie pudo destronarlo, ni siquiera desestabilizarlo, lo cual, durante tanto tiempo, es un logro”.
Fue un logro sangriento. Franco alcanzó el poder con un golpe de Estado contra una democracia –eso era la Segunda República española–. Lo consolidó con más de cien mil asesinatos. Lo mantuvo por más de tres décadas mediante la tortura y la represión.
Que el anterior jefe del Estado elogie de este modo a un dictador dice mucho –y nada bueno– sobre este país. Que estemos en 2025 y solo ahora un Gobierno se haya atrevido a honrar la memoria de sus víctimas o a plantear la ilegalización de la Fundación Francisco Franco revela una de las mayores debilidades de nuestra democracia: la amnesia.
Juan Carlos de Borbón, sobre los 100 millones de dólares que le regalaron los saudíes: “Fue un acto de generosidad de una monarquía hacia otra. (...) Un regalo que no supe rechazar. Un grave error”.
Queda la duda de cuál fue exactamente el error: aceptar 100 millones de una dictadura –eso es Arabia Saudí, no solo una “monarquía”– o que esta vez le pillaran. Porque ni siquiera ha sido el primer “regalo” que ha recibido de los saudíes a lo largo de su vida.
En 1975, poco después de su coronación, el rey saudí Jaled bin Abdelaziz regaló a Juan Carlos de Borbón 10 millones de dólares.
En 1989, los saudíes le regalaron 36 millones de dólares más.

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