Ni los padres ni las madres son los responsables de la obesidad infantil. Ni de la adicción digital, hay toda una poderosa industria –alimentaria en el primer caso, tecnológica en el segundo– que destina inversiones millonarias a conseguir nuevos consumidores entre el público más joven, son psicólogos del comportamiento, malabaristas de los algoritmos, todo un ejército de brillantes ingenieros, cuyo trabajo consiste en atrapar a los clientes bajo la trampa hormonal de la dopamina. Nos hacen salivar como perros ante una chuleta.
Ocurre lo mismo con la industria del odio. Esta polarización afectiva que nos aturde no ha surgido por causas objetivas ni de modo inexorable, gran parte del fenómeno se debe a una alianza entre los extremistas políticos y la competencia inmoral por las audiencias

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