El ruido ya no es un accidente: es la banda sonora oficial de la modernidad. Lo escuchamos en los motores, en los avisos, en las notificaciones, en el rumor de las conversaciones que nunca se detienen. La ciudad habla todo el tiempo, y lo hace a gritos. Lo curioso es que, después de tanto, ya no sabemos si escuchamos o si simplemente estamos siendo atravesados por el sonido.

El silencio, ese viejo territorio de lo sagrado, se ha vuelto sospechoso. En una época donde todo debe tener presencia —una voz, una señal, un ping — callar parece un fallo del sistema. La quietud incomoda. Una habitación sin música, una conversación sin interrupciones, un paseo sin audífonos: gestos mínimos que hoy parecen actos radicales.

El ruido no solo nos rodea, también nos define. Es la forma en que medimos

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