Hay algo sospechoso en cómo despreciamos la rutina. La tratamos como sinónimo de estancamiento, de repetición sin sentido, de resignación disfrazada de estabilidad. Pero, si lo pensamos bien, la rutina es lo que mantiene la realidad en pie. Es la coreografía invisible que impide que todo se derrumbe.

En un mundo que predica el cambio constante —“reinventarse”, “salir de la zona de confort”, “romper el ciclo”—, repetir un gesto puede ser un acto de fe. Preparar el café igual cada mañana, tomar el mismo bus, ver las mismas caras: pequeñas liturgias que le dan continuidad al yo. La rutina no anula la vida, la sostiene.

Quizás confundimos la monotonía con el ritmo. La rutina, bien mirada, no es falta de novedad, sino una forma de arraigo. El caos necesita estructura; la ansiedad, una cadenci

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