Desde el nacimiento, el ser humano busca en la mirada del otro la confirmación de su existencia y su valor. El niño que es mirado con ternura, escuchado y validado emocionalmente, adquiere una base interna de seguridad que luego le permite desenvolverse en el mundo.

Quien crece sin esa mirada o con una mirada crítica y desvalorizante, suele arrastrar un vacío que busca compensar durante toda la vida, a veces de cualquier manera.

El reconocimiento tiene una raíz biológica y una dimensión simbólica. En términos neurobiológicos, sentirse valorado activa los mismos circuitos cerebrales que el placer físico que induce la comida o la actividad sexual.

Por el contrario, sentirse ignorado o rechazado activa las regiones relacionadas con el dolor físico, es decir, duele literalmente.

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