De niño, en Delicias, iba a los panteones cada dos de noviembre, y siempre me resultaba aburrido. La gente limpiaba las tumbas y, como casi siempre era un día ventoso, las hojas recogidas volvían a dispersarse y, arrastrándose o en vilo, retornaban para posarse de nuevo sobre las lápidas. El Día de Muertos era simple y sin gracia: las mujeres enlutadas rezaban un poco y, a veces, lloraban, mientras yo me lastimaba los dientes pelando cañas. En aquellos tiempos no existía el Halloween. En mi infancia no necesitaba de fechas trágicas para divertirme.

A los veinticuatro años fui a trabajar como médico a un pueblo de Oaxaca. Entonces conocí el esplendor de la cultura del México profundo. Fui al panteón el Día de Todos Santos y entendí lo que era un verdadero convivio con la muerte. Esparcí pé

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