El aire del Panteón Municipal de Lerdo olía a flores, a cera, a tierra húmeda. Desde temprano, un mar de gente avanzaba por el camino que conducía al camposanto. Antes de llegar a la entrada, los puestos ambulantes se abrían paso entre la multitud, ofreciendo coronas de cempasúchil, veladoras, pan de muerto y antojitos que perfumaban el aire con el dulzor del azúcar y el humo de las parrillas.
Familias enteras, abuelos, hijos, nietos, caminaban con flores al hombro, como si portaran memorias vivas. Las tumbas, que en otros días se ven blancas y silenciosas, hoy se cubrían de color, de música y de voces.
Era el 2 de noviembre, Día de Muertos, y el panteón parecía haber despertado.
Los pasillos estaban llenos. Algunos limpiaban las lápidas con cepillos y agua, otros acomodaban las fotogra

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