En julio pasado, la Relatora Especial sobre la independencia de los magistrados y abogados, Margaret Satterthwaite, lanzó una recomendación que debería ponernos a pensar: los países deben invertir en modelos lingüísticos jurídicos nacionales.

En realidad, toca algo muy profundo: en México ¿quién decidirá cómo habla la justicia en los próximos años? ¿Nosotros… o una máquina extranjera?

Hoy, la inteligencia artificial está en nuestras búsquedas de internet, en los textos que redactamos e incluso —cada vez más— en los tribunales. Hay sistemas que ordenan expedientes, resumen sentencias o sugieren criterios jurídicos. Todo parece más rápido, más eficiente, más limpio. Pero detrás de esa modernidad hay una pregunta incómoda: ¿de quién es el lenguaje que están aprendiendo esas máquinas?

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