La indignación no se apaga, arde como pólvora. El asesinato de Carlos Manzo Rodríguez, alcalde de Uruapan, no fue solo otro crimen: fue la gota que derramó el vaso en un estado que desde hace años clama justicia y recibe silencio.
En Michoacán, la gente no está llorando únicamente a un hombre, sino a la esperanza que representaba.
A Manzo lo veían como un líder auténtico, sin poses ni guaruras, que hablaba por los suyos. En cada mensaje, en cada reclamo, pedía al gobierno federal que dejara de mirar hacia otro lado mientras la delincuencia se adueñaba de calles, pueblos y conciencias.
Su voz se apagó a balazos, igual que se apagó la de Luis Donaldo Colosio hace tres décadas, cuando se atrevió a prometer que cambiaría un sistema podrido.
La historia se repite: el poder calla, la impunid

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