Dicha por un observador impertinente del Reino
España, que se debate entre siestas y algoritmos, ha conocido numerosas revoluciones. La de los comuneros, de los pronunciamientos, de sucesión y, hasta bien diría, la de los botijos de doble asa. Pero sospecho que, en realidad, nunca ha habido una tan silenciosa y devastadora como la que trajo el teléfono inteligente, un artefacto que sirve para todo, excepto para lo que fue concebido.
Década de los años noventa del siglo pasado, todavía se podía fumar en los hospitales, decir sin ofender y hasta los niños jugaban con canicas. Pero un día llegó mamá Estado y decidió que la informática debía entrar en las aulas. Comencé esa aventura en un laboratorio lleno de probetas e incluso esqueletos, de los de verdad, y allí sin más herramienta que una

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