Las historias de los países están plagadas de complots criminales que sacudieron sus democracias y que, en esencia –y a pesar de que hayan pasado décadas–, siguen en la impunidad en lo que toca a quienes dieron la orden definitiva. Desde los magnicidios de Lincoln y los dos Kennedy en Estados Unidos hasta los de Uribe Uribe, Gaitán, Galán y Gómez Hurtado en Colombia, los ejemplos se cuentan por decenas.

La hecatombe del Palacio de Justicia, el 6 y 7 de noviembre de 1985, entra en esa lista. Sobre lo que es sin duda una de las mayores heridas para la democracia colombiana en toda su historia, hay certezas concretas: la responsabilidad de origen, sin la cual no se habrían desatado todas las furias que durante dos días asolaron la sede de la justicia colombiana, es del M-19.

No se trató, co

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