Me cuesta creer que un país culto, civilizado, lleno de vidas que merecen más, esté atrapado así. España no es de un hombre solo. No puede serlo. Y sin embargo, vivimos un momento en el que un presidente instalado en la prolongación indefinida del poder, Pedro Sánchez, sigue ahí, sentado en su sillón de la Moncloa, paseando gratis por el mundo, como si el tiempo no pasara, mientras los ciudadanos miran perplejos, esperando que algo cambie, que alguien reaccione, que la política vuelva a ser un servicio y no un refugio. La novedad no es la crisis, sino el fallo estructural del sistema que permite que alguien se aferre al poder incluso cuando ya no gobierna, cuando lo único que hace es resistir. Un sistema que no contempla un mecanismo ágil ni eficaz para que un presidente abandone su puesto

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