A cabo de estar en Armero por dos días y todavía me rodea el olor a muerte. Un olor a tristeza, penetrante y nauseabundo de cuerpos humanos en descomposición. En todos lados cuerpos mutilados, cuerpos aplastados, entre escombros y lodo. Una tragedia inmensa, que da la impresión de algo de otros tiempos, cuando nosotros, los seres humanos, indefensos, nos dejamos sorprender por la naturaleza. Cuerpos arrojados indiscriminadamente por un mar de lodo, ofrendados a un Dios furioso. Una horrenda escena, ampliada por ese olor fétido y categórico, que dice todo.
Es el 15 de noviembre, y son las cinco y media de la mañana cuando avanzamos apurados por una trocha del campo. Muchas otras personas avanzan sobre la misma trocha en la misma dirección. Llevan una cuerda, una pala, una pica. Van en bús

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