Hay un instante previo a cada transmisión que nadie ve: el momento en que alguien sostiene el teléfono, acomoda el encuadre, revisa la luz. Un gesto cotidiano, idéntico al de cualquier influencer, pero con otro propósito. En lugar de un tutorial o una receta, lo que vendrá es el final. Una muerte en vivo. Un suicidio. Un asesinato. Un acto violento convertido en contenido.

El pulso de las redes sociales —ese flujo interminable de historias, vivos y reacciones— ha incorporado la muerte como parte de su gramática. Ya no sorprende que alguien filme un accidente o que un crimen se reproduzca por streaming.

Lo inquietante es la naturalidad con la que esas imágenes circulan, el modo en que se comentan, se comparten, se consumen.

Durante años, las redes ofrecieron la ilusión de una comunidad:

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