El futuro siempre lo imaginamos como un paisaje lleno de hologramas, autos flotando y un robot ofreciéndote café en la mañana. La realidad va por otro lado: las ciudades están evolucionando en silencio, sin espectáculo, casi con la actitud de “no me mires, estoy trabajando”. Y lo curioso es que esta transformación no está ocurriendo en las avenidas obvias, sino en los rincones cotidianos que nadie revisa.

Todo comenzó con sensores mínimos que los gobiernos instalaron para monitorear tráfico y calidad del aire. Suena aburrido, sí, pero esos sensores ahora están enlazados a redes mucho más potentes y están generando patrones que nunca se habían mapeado. Es como si la ciudad hubiera empezado a narrar sus propios chismes: dónde respira mejor, dónde sufre, dónde la gente se mueve como enjambre

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