El relato del flscal general fue coherente, políticamente razonado y jurídicamente argumentado. No se trataba de dañar al novio de nadie. Se trataba de desmontar con los hechos una calumnia difundida de manera consciente contra la institución y los profesionales que trabajan en ella
El fiscal general niega ante el Supremo haber filtrado la confesión de la pareja de Ayuso: “No, no lo he hecho llegar”
Los agentes de la UCO eran la última esperanza de las acusaciones contra el fiscal general del Estado y el chasco ha debido ser monumental. Si alguien se esperaba testimonios de cargo por su parte, no conoce a la Guardia Civil. Testimoniar que Álvaro García Ortiz ejercía su autoridad para recabar la información que permitiera desmentir el bulo propagado desde la Comunidad de Madrid es una obviedad penalmente irrelevante. Solo faltaría que no la hubiera ejercido siendo el responsable máximo de una jerarquía.
Las suposiciones de un agente sobre qué no sabía o sabía el fiscal antes de recibir el correo rozan el espiritismo. La literalidad de la información publicada como prueba suena a broma cuando todos tenían el mismo correo.
Si para algo habrán servido, en todo caso, las declaraciones de los agentes será para cimentar la hipotética nulidad del aparatoso registro del despacho del fiscal ordenado por el instructor Hurtado en una decisión que, cada día, parece más un gesto de despecho o el fruto de una obsesión. Igual que, hace unos días, la declaración de Almudena Lastra, la fiscal superior de Madrid, sirvió para señalarse a sí misma.
En un combate de boxeo el que queda en pie suele ganar. Un juicio penal no es lo mismo, pero algunos como este se parecen. Al fiscal general le llovieron los golpes en una instrucción guiada por la urgencia del juez Hurtado por probar su teoría sobre la culpabilidad del investigado, no tanto por el esclarecimiento de los hechos y la búsqueda de la verdad.
Durante la vista oral el combate se ha equilibrado. Hemos pasado a asistir a un intercambio de golpes donde, al final, ha quedado en pie el acusado. Las acusaciones llegaban al último día con una colección de sospechas y un desfile de testigos que testimoniaron sus filias y sus fobias o el reconocimiento -MAR dixit- de que la mentira constituye un recurso legítimo y de uso habitual. La defensa, en cambio, ha ido sumando testigos con acreditada solvencia profesional que aportaban hechos y negaciones contundentes: ni era secreto, ni el fiscal les filtró.
No ha aparecido un solo testigo de cargo y lo que abundan son los testigos de descargo. Se debe probar que lo revelado era secreto y acreditar el recorrido de la filtración, con quién empieza y en quién acaba, porque no se filtra al aire, sino a alguien. De momento, agua en ambos casos.
El fiscal subió a declarar sabiendo que contra él hay sospechas prejuiciosas y a su favor se cuentan negaciones rotundas. No tenía que moverse de ahí y no se movió. No le correspondía a él la carga de probar nada. Todo cuanto tenía que negar ya lo habían negado antes y varias veces múltiples testigos, sin razón o interés alguno para mentir. No se expuso, se mantuvo firme en la negativa y no incurrió en contradicciones.
Su relato fue coherente, políticamente razonado y jurídicamente argumentado. No se trataba de dañar al novio de nadie. Se trataba de desmontar con los hechos una calumnia difundida de manera consciente contra la institución y los profesionales que trabajan en ella. No había más preguntas, señoría.
El peso de la sospecha y el prejuicio frente al peso de la prueba. En la balanza de la justicia no pesan igual.

ElDiario.es Opinión

Noticias de España
ElDiario.es Politica
El Día de La Rioja
Fontana Herald News