El próximo jueves se celebra el 50 aniversario de la muerte de Franco, uno de los dictadores más longevos del siglo XX. La conmemoración coincide con el auge de los populismos, de tintes autoritarios, en Occidente y la consolidación de regímenes autocráticos en todo el mundo. Si el fin del Franquismo significó el principio de la era de mayor expansión democrática en el mundo, que culminó con la transición de los países comunistas y la consagración, como diría Francis Fukuyama, del “fin de la historia”, ahora parecemos asistir al principio del fin de las democracias.
Casi todas las organizaciones evaluadoras de la salud de la democracia están de acuerdo en que, como mínimo, la extensión de las libertades democráticas en todo el planeta, que hemos visto, con idas y venidas, desde las revoluciones francesa y americana de fines del siglo XVIII, se ha detenido momentáneamente. En el mejor de los casos, vivimos un paréntesis democrático. En el peor, estamos asistiendo al ascenso de las autocracias, en una escala no vista desde el periodo de entreguerras del siglo pasado.
La institución más enfática sobre el irreversible deterioro de la democracia mundial es el V-DEM Institute ( disclaimer: está ubicado en mi departamento de políticas en la Universidad de Gotemburgo). Como indican los gráficos 1 y 2, sacados de su informe para 2025, la evolución en lo que llevamos de siglo es deprimente.

A principios de siglo había más países democratizándose (26) que haciendo el camino inverso (12) – una transición para el que, curiosamente, no existe verbo en español, aunque vamos a necesitar uno pronto y “autocratizarse” parece un buen candidato. Ahora las naciones que se están autocratizando son nada más y nada menos que 45. Llama la atención el deterioro de la libertad de expresión que –aunque en grados distintos, pues no es lo mismo en EEUU que en, digamos, Rusia– afecta a un también descorazonador grupo de 44 países.

Los datos del gráfico 2 hablan por sí solos. En 2004, menos de la mitad de la población mundial —el 49%— vivía bajo regímenes autocráticos; hoy lo hace el 72%. Hace dos décadas, solo un 7% de la humanidad habitaba países donde las libertades democráticas retrocedían; ahora esa cifra se eleva al 38%. Dicho de otro modo: casi cuatro de cada diez personas están presenciando en tiempo real el desmantelamiento de las libertades civiles y políticas en su país. Y más allá del deterioro cuantitativo hay otro cualitativo: existe la sensación generalizada, incluso en democracias consolidadas como la española, de desgaste de los sistemas democráticos. Los jóvenes, en algunas encuestas al menos, además de mostrarse más de derechas que nunca (desde que existen registros en España), tienen una conexión con la democracia más endeble que la de los mayores. Muchos dicen (otra cosa es que votaran o actuaran a favor de eso llegado el caso) que prefieren un hombre fuerte que limite las libertades si las circunstancias lo piden.
Pero ni el desencanto con la democracia en las democracias ni la consolidación del autoritarismo en los autoritarismos son indicativos, a mi juicio, de que nos espere un futuro autoritario. Que vayamos camino a una reedición de los fascismos de los años 30 o una recreación de los dictadores de las distopías, como el Gran Hermano de 1984 o la teocrática República de Gilead de El Cuento de la Criada. Ni mucho menos.
Mi hipótesis –que reconozco no basada en un mar de evidencia, sino más bien en la intuición y pruebas a lo sumo indiciarias– es casi la opuesta: creo que avanzamos hacia un mundo no solo sin dictadores sino sin tan siquiera poderes centrales; sin gobiernos ni corporaciones ni iglesias ni ONGs.
Sin instituciones. Porque, si hay algo que une a los populistas en ascenso, a los más proto-autoritarios como Orbán y Trump, con los más proto-anarcos como Musk o Milei (con Bukele en un término médio), es el desprecio, íntimo e instintivo, contra todas las instituciones. Eso es un contraste brutal no solo con los conservadores de toda la vida, que defendían las instituciones tradicionales (la iglesia, la empresa y el Estado policial; compara eso con los ataques actuales de la derecha trumpista precisamente a esas instituciones: las críticas de JD Vance a los papas, el anterior y el actual o las imprecaciones de Marco Rubio contra las “ Big Corporations ” o los rugidos de los seguidores de Trump contra el “deep state”) sino también contra el programa ideológico del fascismo. El partido nazi, los fascistas de Mussolini o los falangistas de Franco querían construir muchas instituciones (de sindicatos a un estado vigilante) y muy totalizantes.
Ahora, los disruptores no quieren erigir nada. Como dice aquel personaje de la película El Caballero Oscuro que se recuerda estos días, “algunos hombres solo quieren ver el mundo arder”.
Eso es lo que creo, debemos temer en estos días de conmemoración de la muerte de Franco. El dictador está enterrado y bien enterrado. No va a resucitar – aunque su fantasma sea muy útil para quienes justifican la continuación de la coalición de gobierno a toda costa, a pesar de no aprobar presupuestos desde 2022 ni prácticamente ninguna ley significativa; para estas personas agitar el miedo a Franco puede ser un pegamento para unir a un electorado fragmentado y poco movilizado. Pero, por mucho que suba la extrema derecha – Vox a nivel nacional o Aliança Catalana en Cataluña – su crecimiento no revela tanto la radicalización de la ciudadanía como la moderación de esos partidos. Lo hemos visto con Meloni en Italia. Puede que lo veamos con Le Pen en Francia. Si estos partidos ganan es porque van puliendo su mensaje para hacerlo tragable para las clases medias. No son sus políticas las que, a corto plazo, haya que temer.
Su riesgo, de nuevo desde mi punto de vista subjetivo, es a largo plazo. Estos partidos (y otros equivalentes en el otro extremo del espectro ideológico) están desparramando en la sociedad el veneno de la desconfianza en las instituciones. La idea de que no necesitamos instituciones que intermedien entre los individuos: ni gobiernos, ni empresas, ni ONGs ni iglesias ni, obviamente, medios de comunicación. Todas estas instituciones, proclaman estos supuestos salvadores, persiguen intereses contrarios al pueblo. Y “Sols el poble salva al poble”.
Ahí está el peligro. En que un día nos digan: no necesitas pagar los impuestos ni trabajar para nadie ni informarte a través de los medios ni seguir a ningún dios o ideal comunitario. Y nos ofrezcan un algoritmo que nos permita prescindir de cualquier intermediación. Y nos digan que nos podemos autoorganizar sin ayuda de ninguna institución colectiva.
Puedo estar equivocado. Deseo estar equivocado, porque ese mundo puede ser más siniestro aún que una dictadura explícita. Pero es lo que temo y por lo que he escrito “ Inmanencia ” (AdN), una novela distópica sobre el futuro que nos espera si continuamos por la senda de la antipolítica. No tengo miedo a un funesto dictador como Franco sino a la seductora idea que, en la novela, simboliza el algoritmo FRIDA: la promesa de un mundo de libertad total, sin ninguna atadura a ninguna institución.

ElDiario.es Opinión
La Vanguardia España Internacional
ALERTA El Diario de Cantabria
La Sexta Internacional
The Daily Beast
Associated Press US News
MENZMAG