Cuando en 2005 distinguieron a Antonio Fernández Díaz con la codiciadísima Llave de Oro del Cante –un galardón que nadie ha vuelto a recibir y que en siglo y medio de existencia solo ha recaído en cinco mortales que no lo fueron tanto–, los que de verdad entienden de ese arte se dijeron que aquel metal no alcanzaba para premiar unas cuerdas vocales de platino . Hablamos de un hombre que nació sin un pan bajo el brazo pero millonario en un par de dones, el del oído fotográfico y el de la garganta insondable.

Aún tenía Antonio la estatura de un pigmeo cuando, en la profundidad abisal de los pueblos de la serranía de Cádiz y Málaga, se lanzó a cantar por tabernas, ferias de ganado y salas de cine que recordaban a mausoleos . Solo que cada vez que exhalaba ese fuego que lo abrasaba por

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