La historia reciente ofrece lecciones que los estrategas estadounidenses no pueden darse el lujo de olvidar. Irak demostró que la caída de un líder no equivale a la solución de un problema, y que remover al personaje visible de un régimen no destruye las redes de poder que lo sostienen. Ese fantasma —el del vacío de poder, la fragmentación, la insurgencia y la guerra civil— vuelve a rondar ahora mientras Washington evalúa rutas para forzar, inducir o acelerar la salida de Nicolás Maduro. Pero Venezuela no es un Estado fallido cualquiera: es un sistema de poder articulado alrededor del crimen transnacional, con múltiples centros de mando, lealtades armadas, alianzas externas y una base social que no desaparecerá con un cambio de élite política. Y allí radica el riesgo estratégico.

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