Al principio me resistía. Como les sucede a casi todos los que superamos largamente los sesenta, me parecía una ofensa que me cedieran el paso o que me ofrecieran el asiento después de darme una rápida y juiciosa mirada. Comentarios como “qué le servimos, madre” me ponían de los pelos, directamente. Ahora, empiezo a disfrutar sin segundos pensamientos de ciertas prerrogativas que me da el cabello gris.
Vivo desde hace unos años en una provincia andina argentina. Acá todavía los jóvenes vienen con una educación de cuna que les enseña cierto respeto por la abuelidad . Levantarse para ceder el asiento en el ómnibus, dejar pasar adelante en la fila a mujeres y hombres añosos, ofrecer ayuda cuando consideran que alguna tarea resulta difícil.
Hace poco, por ejemplo, aunque me manejo basta

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