Durante setenta años, miles de niñas —y también algunos niños— han aprendido a marcar un plié, estirar el empeine o colocarse en tercera frente a los espejos de la Escuela de Danza África Guzmán. Lo que quizá no imaginan es que detrás de esa barra pulida por tantas manos hay una historia de empeño, de intuición y de talento precoz. Una historia que empieza en Madrid, en la calle San Bernardo, con una niña de cinco años que no aceptaba un «no» por respuesta. «Me empeñaba en bailar», recuerda para este periódico África, en una de las salas de su escuela. «Mi padre vio que tenía condiciones y me llevó al Conservatorio. Pero no me podían admitir, tenía que tener al menos seis años. Yo me disgusté tanto… y seguí bailando tanto… que al final me aceptaron como oyente. La primera niña oyente».

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