A pocos meses de las Elecciones Generales de 2026, el escenario político peruano no se presenta como una competencia de proyectos, sino como un mapa disperso donde 39 organizaciones buscan captar un voto fragmentado. Esta sobreoferta no refleja una expansión del debate, sino la consolidación de un fenómeno: la sustitución del análisis por la adhesión identitaria. En lugar de contrastar propuestas, buena parte de la discusión pública se organiza en torno a lealtades de grupo, que condicionan lo que se puede preguntar y lo que debe aceptarse sin mayor examen.
Cuando la posición del grupo se vuelve la referencia principal, el pensamiento crítico retrocede. Señalar una inconsistencia del propio candidato se interpreta como traición, y pedir evidencias se percibe como un gesto de desconfianza

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