En una ocasión, Fany de la Chica volaba a Nueva York y el itinerario contemplaba una escala prolongada en Reikiavik, un parón en el que la cineasta andaluza aprovecharía para visitar a un amigo. Mientras el avión se aproximaba al aeropuerto, la viajera observó la extraña belleza del paisaje volcánico, “esas tierras negras y yermas”, y se preguntó cómo sería la infancia en ese entorno, “a qué jugarían los niños allí”. Ella se recordó entonces entregada con otros chavales “a la guerra de las aceitunas, metiéndonos en casas abandonadas, descendiendo por la montaña en chanclas” en las estancias de la familia en la aldea de La Cerradura, y De la Chica supuso con orgullo que había sido una suerte despertar a la vida entre los olivares de Jaén.
La directora, afincada en los últimos años en

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