Fue la mujer que, a falta de otro interlocutor, hablaba con una pared. Esa ama de casa atrapada en la rutina de una vida aburrida de un hogar obrero de Liverpool, donde los martes se cenaban huevos fritos con papas, y a la que ni el marido ni los hijos le prestaban atención y, mucho menos, escucha.
Hasta que un día acepta la invitación de una vecina para viajar a Grecia y allí redescubre a la Shirley Valentine que alguna vez fue. Primero en el teatro en Londres, después en Broadway y finalmente en el cine, en aquella inolvidable película de 1989, Pauline Collins le prestó su rostro, su cuerpo y su alma a la entrañable y conmovedora Shirley, feminista antes de tiempo, sin saberlo y sin proponérselo.
Con una carrera larga y prolífica sobre las tablas, y en las pantallas grande y chica, ele

Clarín

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