A veces parece que a nuestros hijos ya nada les duele. Les quitamos el celular, el videojuego o el permiso, y responden con un “ok” que nos desarma. No lloran, no discuten, no se inmutan. Y ahí estamos nosotros, confundidos, frustrados, sintiendo que nada funciona.

Pero detrás de esa aparente indiferencia hay mucho más de lo que se ve. Nuestros hijos no se vuelven fríos porque no sientan, sino porque aprendieron a protegerse. Aprendieron que mostrar tristeza, enojo o miedo puede ser peligroso, que los hace débiles o los mete en más problemas. Entonces se ponen una máscara, una especie de armadura que los desconecta del corazón.

Necesitamos recordar que el castigo no puede ser el único camino para enseñar. Claro que los límites son necesarios —les ayudan a crecer y a tener estructura—

See Full Page