En el fútbol profesional, el entrenador vive siempre con la maleta a medio hacer. Su profesión no concede treguas: se va por éxito o por fracaso, pero siempre termina yéndose. El triunfo lo proyecta hacia equipos más grandes; el tropiezo lo condena a la puerta de atrás, esa por la que regularmente salen los que trabajaron mucho pero no alcanzaron lo suficiente. Y, sin embargo, en ambos caminos termina ocurriendo lo mismo: el club que queda atrás comienza a mirar el mercado como quien reinventa la vida después de un desamor.

Cuando un entrenador se marcha por éxito, el club suele buscar a alguien de su misma escuela, como si la continuidad fuera una forma de protección contra el vacío. Se aferran a esa idea de “sigamos por aquí”, porque aquello que funciona invita a la fidelidad.

Pero cua

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