En el panteón mundial consagrado a aquellos que con más empeño lucharon por la justicia social y que más solidaridad derrocharon en favor de los oprimidos de la Tierra, Fidel Castro –le guste o no a sus detractores– tiene un lugar principal reservado.

Lo conocí en 1975 y conversé con él en múltiples ocasiones, pero, durante mucho tiempo, en circunstancias siempre muy profesionales y muy precisas, con ocasión de reportajes en la isla o mi participación en algún congreso, algún seminario o algún evento. Luego nuestra relación se fue estrechando. A veces me invitaba a cenar en la intimidad de su despacho del Palacio de la Revolución y charlábamos durante horas sobre la marcha del mundo. Otras veces me confiaba “misiones” discretas, como ir a encontrarme con algún dirigente de izquierda latin

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